Ser profesor, no necesariamente, es ser académico.
Suele relacionarse de forma simple que quien imparte un curso en cualquier instituto, colegio o universidad, es ya un académico, lo cual resulta una mentira, pues una cosa es enseñar y otra muy distinta es hacer academia. Así mismo, se ha asumido que lo importante de la universidad es que prepare para el trabajo, cuando en realidad lo que diferencia a un instituto cualquiera con la universidad es que la universidad tiene como componente esencial la formación más que la mera transmisión de conocimientos.
A principios de los noventa, cuando las reformas neoliberales se implementaron con el gobierno de Gaviria, las protestas estudiantiles combatían con fuerza la pretensión de trasladar conceptos y términos propios de la lógica empresarial al campo educativo. Uno de ellos, muy cuestionado por aquel entonces, pero que ahora se repite como mantra, se trata de “Calidad”. Se asimilaba este término con una fábrica de salchichas donde se mira que el producto cumpla con algunos requisitos para que en el mercado pueda ser competitivo.
Otros términos que se han ido introduciendo, como eficiencia y productos, para referirse a las actividades académicas, son vanos en comparación con aquellos de cliente, para referirse a los estudiantes, o venta para hablar de la inscripción de aspirantes a programas (aunque el más terrible es de posventa, relacionado con la idea de permanencia de los estudiantes). Este lenguaje que se hizo corriente en las universidades privadas, también se hace carne en las públicas cada día más. La razón de eso no solo es la normatividad que rige a la educación, sino el alma y pensar de quienes están en las universidades, especialmente los profesores, sobre todo porque ellos mismos han asumido que, por dictar una clase o asumir un curso, son ya académicos, desconociendo la complejidad que eso implica.
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